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Scarecrow

"La curiosidad mata al gato". Me lo he estado repitiendo bastante desde aquel día. Ese mismo día donde me di cuenta que no había más remedio sino esperar sentado en la banca de un jardín que florecerá tarde o temprano.

—Dios, ojalá esté aquí cuando el jardín florezca. Imagina cuántos frutos puede dar, y su variedad...—me lo digo mientras suspiro e imagino su paisaje lleno de colores.

Como un arcoiris de dulzura y amargura de los frutos que brotarán. Quizá, sólo quizá, deba dejar toda la fantasía y poner los pies en la tierra. Sería saludable, o sólo parecería saludable. No puedo dejar de pensar en todo y en nada estando sentado en el marco de esta ventana.
A lo lejos, en el manicomio, se supo que iban a ejecutar a algún loco. Un don-nadie. Aquella tarde, durante los últimos rayos de sol que iluminaban aquella vieja estructura de concreto y cegaban a los pocos despistados observando por la ventana, queriendo evitar ser testigos de aquella brutal ejecución, se presentan el juez, el alcalde y aquel homicida que todos ven como un héroe: el capitán de policía.

—A este hombre se le ha acusado de robo y homicidio —los familiares de las víctimas comienzan a llorar—. No podemos permitir que siga haciendo de las suyas rondando las calles y plantando el miedo en nuestra ciudad. ¡Tiren de la palanca y manden al infierno a esta escoria! -grita, energizante, mientras el capitán acata las ordenes dadas. Las últimas palabras de este ser salieron a la sala como un cohete estallando: "Podrán matarme, pero nadie sabe la verdad absoluta ni la conocerán jamás hasta que abran sus mentes, malditos retrógradas". La electricidad en el edificio se desploma pero el objetivo a quedado completado en aquella silla de madera humeante, ahora con un cuerpo carente de vida sobre ella.

Una sombra cubrió el cielo ese día. Ese día en que nadie excepto yo, único testigo del crimen cometido, sabía que aquel que acaban de ejecutar no era sino un inocente citadino que caminaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Justo después de la ejecución, lo vi, sonriendo frente la ventana del manicomio, al verdadero culpable, a aquel verdugo. Me corrían las lágrimas ante mi incapacidad de delatarlo. Uniformado y con la mano en la palanca que terminó con la vida de aquel inocente. Acababan de asesinar a un cualquier desconocido; sin embargo, lo relaciono con la razón. Asesinaron a la razón. No hay condena más grave que saber algo y no comentarlo. El mar de secretos se expande cada vez más. Tristemente, su palabra me ha llegado semanas después de su muerte cuando alguien, en su honor, escribió su palabra en aquel espectacular. Desde entonces, guardo una pluma negra en un cajón lleno de ideas, pues me he dado cuenta que somos espantapájaros, siempre inmóviles cuidando lo que tenemos, sin compartir, evitando que un ave negra llegue a darnos un consejo o una idea y cambiar nuesta forma de pensar. Es hora de emprender el vuelo con los demás cuervos y bombardear a la gente con las plumas negras, esperando que las recojan y esperando a que aquel jardín verde florezca de ideas de una vez.

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