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Mirrors

Parece que la lluvia ha cesado. No me he tomado la molestia ni de buscar un refugio durante la tormenta, pero veo que otros lo han hecho: corriendo a esconderse, con miedo a que su ropa se moje y terminen con algún resfriado.

Me levanto lentamente y empapado de la banqueta a seguir la calle por donde caminaba antes de que la naturaleza comenzara su espectáculo. Sin lugar a duda, no me perdería una de sus funciones. Y menos mal que ha dejado un poco de vapor por su camino; ha sido la cereza del pastel.

En la caminata me he percatado de un gran charco, aunque no tan profundo, que refleja perfectamente la luz de las estrellas y de la luna. Es un brillo que no podía simplemente ser ignorado. Al acercarme, la gabardina que llevaba parecía más pesada que nunca, aun tomando en cuenta que estaba húmeda; las botas que tenía parecían derretirse, y el frío era sustituido por un sentimiento cálido. Incluso mi cabeza tenía la sensación de agrandarse.

—¿Pero qué rayos está pasando? —pregunté, sin esperar respuesta.

Mientras miraba estupefacto al charco, una figura de un joven aparecía detrás de la neblina que se disipaba lentamente. No le di mayor importancia que el charco que parecía absorberme. Quizá sea estúpido acercarme al charco, pero aún así decido hacerlo. Su belleza reflectora parece ser un faro atractor del que mi curiosidad no puede resistirse.

No hay palabras para describir lo que veo, o más bien lo que no veo, al ver directamente sobre el charco.

—¡¿Qué carajo?! —grité, mientras caía sobre el asfalto húmedo—. Esto debe ser una broma.

Mi mente intentaba procesar la ausencia de mi reflejo en el charco, y lo hubiera logrado de no haber sido por esa extraña silueta, que ahora me observaba desde el otro lado del charco, más cerca. Ahora parecía poder distinguir una especie de sombrero que llevaba puesto. Una inseguridad horrible comenzaba a invadirme, pero decidí actuar frente al acozador y lanzarme a él, que también me atacó en cuanto descubrió mi propósito.

Al impulsarme contra él, su sombrero calló y ambos impactamos de frente. La fuerza que llevábamos al estrellarnos era suficiente para rebotar el uno del otro. O así parecía. Me acerqué, algo desorientado del golpe, a interrogarlo.

Me acerqué lo suficiente, más de lo que debería, diría yo, como para que mi mente explotara al ver mi cara, empapada y entorpecida, del otro lado del charco. Mis ojos no podían procesar la información y sentía cómo mi mente se quemaba lentamente mientras mi cordura bajaba en un remolino de agua. Tambaleaba lentamente hacia el extremo del charco mientras mis instintos me hacían retirar la mirada de mi alter-ego, y, en ausencia de dónde mirar, bajé la mirada al charco, donde pude distinguir mi reflejo, pero esta vez del otro lado del charco.

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